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Estudia en jurídicas
En este año convulso de 2024, la editorial Grano de Sal publicó la obra Érase un país verde olivo. Militarización y legalidad en México, de la autoría de Juan Jesús Garza Onofre, Sergio López Ayllón, Javier Martín Reyes, María Marván Laborde, Pedro Salazar Ugarte y Guadalupe Salmorán Villar. Entre tantos cambios políticos y jurídicos a los que hemos asistido los mexicanos, la militarización ocupa un lugar preponderante por todas sus implicaciones reales y potenciales. Esta realidad justifica un análisis como el que contiene este libro, y por ello conviene comentarlo con un sentido crítico.
La presentación de un libro tiene como función la invitación al disfrute de su lectura. Se trata de presentar en pinceladas gruesas lo que los autores nos ofrecen en sus páginas con la finalidad de despertar interés. Si además surge alguna discusión de carácter académico, entonces la presentación sube de nivel y los beneficiarios, además del público, son los propios protagonistas y los comentaristas.
He estructurado mi comentario en tres breves apartados: 1) la arquitectura de la obra (aspectos descriptivos: que encontrará el lector y qué no); 2) un breve análisis de los contenidos y lo que podría denominarse la tesis central del libro (preocupaciones y propuestas); y 3) comentarios personales (alabanzas y mínimos comentarios críticos que obedecerán más a cuestiones menores relacionadas con el diseño).
Arquitectura de la obra
El libro es un arreglo de piano a doce manos. En principio, uno podría pensar que se trata de la típica obra escrita por un grupo de colegas que sencillamente se reparten temas, muchas veces sin cuidar un mínimo de coherencia, que se reúnen en un volumen, se les pone un título sugerente y se envía al mercado sin mucha posibilidad de éxito. Ese tipo de libros suelen contener tesoros ocultos y pifias visibles, y pueden terminar en el montón de libros de algún investigador que busca un dato perdido, en el mejor de los casos. Este no es uno de esos libros.
El lector podrá advertir una obra unitaria y coherente; no repetitiva ni dispareja. No es posible advertir prácticamente ninguna nota disonante (por eso decía que es un arreglo de piano). Esta es ya una primera característica a destacar. No debió ser en modo alguno fácil el proceso ni tampoco el resultado. El libro está bien hilvanado desde el inicio hasta el fin, con un mismo propósito: analizar datos, hechos, tesis, engranaje jurídico y valores constitucionales en juego; en suma: dar cuenta de los vaivenes más relevantes del proceso de militarización —que no empezó, desde luego, ayer— y de los riesgos que siempre ha supuesto, pero que han empeorado de manera alarmante en los últimos tiempos, y que deben despertar preocupaciones genuinas en la ciudadanía, al margen de ideologías.
La segunda característica del libro que llama la atención es el título: “Érase un país verde olivo y su subtítulo Militarización y legalidad en México”. También el título debió ser motivo de deliberación entre sus autores y autoras. El título evoca, por un lado, al tiempo y, por otro, a un cuento. Y es que el libro compila una serie de hechos y los engarza con las instituciones y el sistema jurídico desde el periodo posrevolucionario, aunque con reminiscencias del Porfiriato a propósito de la tristemente célebre “Policía Rural”, hasta nuestros días; en otras palabras, una presencia ininterrumpida del ejército en las instituciones del Estado a lo largo de la historia. Y por otra parte, evoca a esa idea que todos los cuentos contienen: una mezcla de fantasías y realidades, de deseos de lo increíble, de pensar que existe un solo tipo de héroes — color verde olivo— que algún día harán pedazos a la bruja del crimen organizado. Un título redondo. El subtítulo está situado en un nivel más institucional. Toca en propósito central de la obra: la incompatibilidad de la militarización con el Estado de Derecho, a partir no sólo de la infraestructura constitucional, sino también convencional, teórica y iusfilosófica, todo esto visto a través del cristal de los ideales democráticos.
Y una tercera y muy importante característica que resulta particularmente atractiva es lo que la obra no contiene. Para sorpresa de algunos, el libro no es una consigna política ni tampoco un conjunto de denuncias o ataques partidistas. No tiene un destinatario concreto, porque está dedicado a analizar un fenómeno complejo en el que estamos involucrados todos: los jueces, la Corte, los académicos, los legisladores, la ciudadanía, varios presidentes de la República y, desde luego, los propios militares.
Cuando se tiene entre las manos una obra como esta, viene a la mente un tópico que conviene tener siempre presente, especialmente en una Universidad: jamás la opinión impulsada por las emociones sustituirá al estudio y a la investigación consciente. Y eso es, precisamente, lo que buscamos en ustedes, los estudiantes.
Contenidos
El contenido del libro podría describirse como un ensamble ordenado y continuado de varias perspectivas de estudio: la histórica, la jurídica, la sociológica, la de la antropología y la de ciencia política.
Consta de cinco capítulos y un breve epílogo, además de un magnifico prólogo a cargo de José Woldenberg y una introducción. El capítulo primero es de corte histórico: describe la génesis del ejército mexicano ligado o, como decía el credo católico, “consustancial” al PNR-PRM-PRI. En este capítulo son notables varios hallazgos. El primero tiene que ver con identificar al ejército mexicano como una rara avis, ya que tiene ciertas peculiaridades que lo hacen distinto a otros ejércitos del mundo, y particularmente de la región. No tiene, por ejemplo, ese tufo prusiano que casi todos los ejércitos pretenden tener o al menos inventarse; es de origen popular, y fue conformado históricamente por integrantes variopintos entre los que no faltaron uniformados sin carrera militar, milicianos escapados de la revolución e, incluso, algunos bandoleros. Se hace alusión a cierto determinismo geográfico, con la influencia inefable del vecino del norte ante quien nunca pudimos realmente defendernos, y con países pequeños de los que no había nada qué temer. Nunca ha sido un ejercito golpista, y no supuso ningún problema en la transición democrática electoral. Lo más interesante, sin embargo, es su génesis unida a la del PRI. Fue no solo uno de los sectores del partido, sino “el” sector que eligió Plutarco Elías para iniciar el partido, que no fue sino la unión, mediante el apaciguamiento y cohesión, de todos aquellos generales levantiscos en el periodo posrevolucionario. El ejército, pues, nunca dejó de ser consustancial al PRI ni, por ende, a sus gobiernos por poco más de siete décadas. Formó parte de la columna vertebral de esa dictadura perfecta a las que se refirió Vargas Llosa, porque ninguna dictadura que se precie puede no tener al ejército de su lado. Pero esta fusión no se ha perdido con la transición: el ejército ha mantenido a lo largo de la historia varias funciones administrativas fuera de los cuarteles, hasta llegar al cenit que vivimos hoy. Por desgracia, hoy podemos afirmar que López Obrador no sólo no regresó a los cuarteles, sino que instaló los cuarteles en las oficinas de la administración pública.
El segundo capítulo funge como la contracara del protagonismo de las fuerzas armadas en las funciones de seguridad pública, es decir, está dedicado a analizar el complejo universo de las policías del país. Denuncia el hecho lamentable de que nunca en la historia hemos contado con verdaderos cuerpos profesionales de policía. Este capítulo provoca pesimismo, tristeza y desencanto. Por ejemplo, para un romántico maderista como yo fue muy triste entender que ni Madero pudo revertir la idea que se tenía en el Porfiriato acerca de los cuerpos de seguridad pública. Así, en la página 54, se lee: “la seguridad de la ciudadanía no respondía a una lógica de sujeción a la ley, sino a una especie de control político del gobierno en turno”. Y en la 55, una cita de Sáenz López: “A lo largo del Porfiriato, el maderismo y el huertismo, la Policía Rural de la Federación fue esencialmente la misma, sus actividades fueron muy similares bajo distintas condiciones”. Asimismo, se narra una imagen surrealista en la que Carranza, después de tomar la capital, desarmó tanto a los militares como a la policía rural, los colocó a lo largo de la vía del tren, los dio de baja y les dio a escoger a qué bando de la revolución querían pertenecer o si querían dedicarse a otra cosa. El capítulo muestra cómo esta realidad no cambió realmente a lo largo del tiempo. Cuando la Revolución se convirtió en gobierno no logró diseñar institucionalmente auténticos cuerpos de seguridad pública, sino que se arrastraron los mismos vicios que se venían padeciendo desde el Porfiriato: la función de la policía estuvo siempre más cercana al funcionamiento de la maquinaria, muchas veces represiva, del régimen, que de cuidar y velar por los derechos y la tranquilidad de la ciudadanía. En la página 59 hay una nota alarmante: para el presidente Cárdenas era mejor la militarización que improvisación. Quizás este pensamiento no resultaba tan chocante en los años 30, tanto por las circunstancias como por su protagonista, a diferencia de un López Obrador, que lo repite sin el más mínimo sentido de la historia ni del Estado de derecho.
El análisis destaca los errores y algunos aciertos históricos en la materia que parten del propósito original de los padres fundadores de Querétaro: el triunfo del civilismo sobre el militarismo. Así, se destaca el error histórico y presente hasta nuestros días de dividir a la policía en judicial y administrativa, provocando una serie de disrupciones con relación a los ideales del Estado de Derecho: una policía que depende de los fiscales es disonante no sólo en términos legales o de competencias, sino también en términos funcionales. El capítulo habla también del simulacro de legalidad en el periodo más álgido de los gobiernos priistas poniendo como ejemplo paradigmático la siniestra existencia de un personaje como “el negro” Durazo. Luego pasa a la transición democrática que tampoco supo aprovechar la oportunidad para profesionalizar a la policía (“es más fácil reformar leyes que hábitos”, se titula el epígrafe) y a la no menos lamentable guerra contra en narco de Felipe Calderón. Destaca, sin embargo, algunos esfuerzos genuinos y bien encaminados, como el de la creación de la PFP de Ernesto Zedillo, o la Secretaría de Seguridad Pública. En suma, el capítulo describe esa imagen del balde lleno de ranas que se jalan las patas unas a otras para impedir que salgan de él.
El capítulo tercero es el más jurídico —y para mí— interesante por mi formación: narra los accidentados esfuerzos por colocar en su justa dimensión a las fuerzas armadas en el entramado legal e institucional del país. El balance no es alentador, ya que pareciera que lejos de avanzar hacia un proceso de subordinación de lo militar a lo civil, nos acercamos a un resultado inverso, ya sea de jure o de facto. El título del capítulo no puede ser mejor: “La ruta jurídica de la militarización y sus tensiones”. Trata precisamente de cómo los hechos y el Derecho se interrelacionan. Como diría Hart: el Derecho se construye desde abajo, desde las practica sociales que forman hábitos que terminan colocándose en el tótem de la Regla de Reconocimiento. Así, el capítulo ofrece un recorrido por las diferentes reformas legales, convenios, decretos presidenciales, acuerdos, acciones de inconstitucionalidad, etcétera, mediante los cuales se muestra cómo, de hecho, el ejército está incrustado en nuestro sistema jurídico para bien, o para mal. Este análisis, a diferencia del anterior, se guía por el baremo del Derecho vigente y de nuestro sistema constitucional. Es, pues, netamente normativo, porque contrasta el ser, los hechos, con el deber ser jurídico. El análisis no se llama a engaño. Establece con toda claridad cuáles son los límites constitucionales a los que, en materia de seguridad y otras áreas rendidas al ejército, deben subordinarse las tres ramas del poder, además de los órganos constitucionales autónomos. Ni la legislación, ni la administración ni el poder judicial pueden ni deben desconocer esos límites; por ello, es indispensable que cada uno, en el ejercicio de sus competencias, despliegue dos tipos de funciones, con relación a la militarización: llevar a cabo su labor con apego a las reglas y principios constitucionales, y por otro lado, fungir como contrapeso con relación a los posibles excesos de los otros dos, también bajo el estricto respeto de sus ámbitos de competencia.
Quien ha estado cerca de la operación efectiva del Derecho, sabe bien que el diseño ordenado y sistematizado es una cosa, y su puesta en práctica es otra muy distinta y más compleja. Y esto se debe a que en el Derecho no reina la paz, al menos en tres aspectos: 1) la teoría de la validez (qué hace que una norma exista y sea obligatoria tanto formal como materialmente); 2) la teoría de la interpretación (cuál debe ser significado de ciertos enunciados legales dudosos tanto en contenido como en estructura gramatical); y 3) la teoría de las fuentes del Derecho (qué cuenta y qué no cuenta como Derecho). En suma, el capítulo concluye que en esta larga ruta jurídica que ha sufrido la militarización destacan dos cosas: la introducción de conceptos bisagra como “seguridad nacional” que funcionan como comodines interpretativos para tergiversar los valores constitucionales y, por otro lado, el hecho de que la militarización de facto es una realidad, a pesar y en obsceno desprecio del Derecho vigente.
El cuarto capítulo tiene un corte más empírico: arroja un alud de datos mediante los cuales se demuestra cómo, de hecho, las fuerzas armadas han incidido decididamente no sólo en el ámbito de la seguridad pública a lo largo del tiempo, sino en muchos otros ámbitos de la administración pública, y cómo existe un propósito declarado de la actual administración de dar a las fuerzas armadas el control del territorio nacional, por no decir del Estado mismo. El estudio inicia con los peligrosos riesgos que representa para el Estado de derecho que los militares participen en funciones de seguridad pública, al tiempo de destacar que los resultados en materia de impunidad no son para nada halagüeños. No es ni puede ser sano, por ejemplo, que los militares formen parte del sistema penal acusatorio, haciendo detenciones, poniendo a disposición a personas ante el MP, realizar registros, participar en operativos conjuntos, etcétera. En un segundo momento, el capítulo describe cómo las fuerzas armadas han incrementado sus funciones en áreas propiamente civiles, gracias, sobre todo, a la voluntad política y con un expreso, sorprendente e impune desprecio a la ley y las instituciones. Así, el ejército está a cargo de 1) la seguridad pública, 2) la obra pública (construcción de sucursales bancarias, aeropuerto Felipe Ángeles, Tren Maya, Corredor Interoceánico del Istmo) y 3) un cúmulo de funciones propiamente civiles a cargo de la marina o el ejército (aduanas, puertos, aeropuertos y migración). Hay que destacar un magnifico párrafo que cierra el capítulo (p. 136):
¿Cuál es el sentido racional de transferir las funciones civiles de administrar los puertos, los aeropuertos, las vías férreas y las aduanas al Ejército y la Marina? ¿Alguien puede dudar de que todo lo anterior es un proceso de militarización? Y sobre todo, ¿cuáles serán las consecuencias de este regreso de las Fuerzas Armadas al gobierno civil? ¿Podrá ser revertido por el próximo gobierno? ¿O estaremos de regreso a una situación en la que el Ejército y la Armada serán actores políticos?
Finalmente, el capítulo quinto se perfila desde una perspectiva un tanto más politológica para orientar la discusión desde el fenómeno del populismo. Se muestra cómo la militarización suele ser un ingrediente del populismo, y se enfoca al caso mexicano encarnado en el presidente López Obrador. Se trata de un ejemplo destacado de “gobierno de los hombres” en lugar de gobierno de las leyes, imagen viva del despotismo, en este caso, por desgracia para México, no ilustrado. El presidente ha sabido persuadir con una retórica tan simplona como efectiva: “el ejército es pueblo uniformado”. Es —dice— un depósito inapeable de virtudes, valores y pureza, la cual proviene de su origen pobre. Resulta tan nauseabundo para la racionalidad, como atractivo para el auditorio permeable a las emociones que le insuflan los sacerdotes y los tlatoanis, el argumento en el que presidente basa su discurso, al que podríamos bautizar como la “ilusión presidencial”: si se sale de las clases pobres en las que anida el amor, la virtud y los valores, entonces no hay posibilidad alguna de corrupción, pero para conservar esa pureza es necesario mantener a la gente al margen de todo lo que suene a neoliberalismo, bienestar material, ascenso intelectual o de riqueza. Las fuerzas armadas mexicanas son, al parecer, el lugar propicio para mantener esa pureza y hacer realidad ese sueño. De ahí que el presidente asuma la máxima “moralizar es militarizar”.
A todo aquel que no le broten sinceramente las lágrimas con esta epopeya, sabrá de sobra que los hilos de este discurso, además de ser manifiestamente falsos, son ideológicamente peligrosos, porque constituyen la antesala de la más pura tiranía. La historia y la cultura han demostrado que la virtud o el vicio no dependen ni de la clase social, ni del nivel educativo. Maldad y bondad se encuentran por igual en todos los rincones de la sociedad, y en todas las latitudes; que precisamente invitamos religiones, normas morales y jurídicas, porque nos sabemos hijos del conflicto; porque como decía Hart no somos una república de ángeles como la que quiere ver en la pobreza el presidente López Obrador. Sabemos que, a lo sumo, podemos aspirar a un creciente y lento proceso civilizatorio para el cual es indispensable el imperio de la ley y la democracia; que la educación bien orientada hacia el progreso científico contribuye a combatir los prejuicios y a poner en su lugar el pensamiento mágico y mítico; y sabemos, desde luego, que los valores de la democracia (libertad, igualdad y fraternidad) necesitan de las instituciones del Estado bien ancladas en la ley y en la Constitución, antes que en la voluntad de un solo hombre.
Algunos de los peligros del populismo aunado al proceso de militarización conforman un círculo vicioso compuesto por 1) una enorme opacidad de las actividades que realiza el ejército (la negación de uno de los valores centrales de la democracia: la accountability); 2) el despotismo, que se traduce en el debilitamiento o destrucción del imperio de la ley, para ser sustituido por el del jefe en turno); 3) un ingrediente de mesianismo, es decir, de la creencia en la probada superioridad moral del líder, del caudillo, que es asumida sin ambages por su séquito y por un pueblo rendido ante semejante beldad; y 4) una eliminación paulatina de controles institucionales o contrapesos reales.
Hasta aquí el contenido del libro. Si se me pidiera expresar en un enunciado breve lo que el libro comunica, diría lo siguiente. Se trata de un estudio serio, claro, multidisciplinar, científico, y muy bien estructurado acerca de uno de los más alarmantes peligros que enfrenta nuestra de por sí débil democracia: la creciente militarización de la vida civil en nuestro Estado Mexicano. Asimismo, apunta a una serie de claves para revertir el fenómeno, si se cree en la democracia, que no resultarán para nada sencillas; como dice el libro: desmilitarizar será más difícil que militarizar.
Observaciones personales
He disfrutado tanto el libro que apenas pude encontrarle algún defecto, si es que se puede llamar así. Me habría gustado que las notas al pie de página no estuvieran al final de todo el libro, pues esto dificulta su consulta, pero sé también que uno de los propósitos nobles de ese estilo es, precisamente, no distraer al lector con el segundo nivel del discurso.
Por otra parte, celebro que, a pesar de que se trata de un concierto de piano a doce manos, tiene la coherencia necesaria para hacer del libro un trabajo unitario; sin embargo, no puedo no advertir la pluma de mis amigos como la de Pedro, Sergio, María o Tito, y puedo apostar a adivinar qué parte le tocó a Guadalupe y a Javier. No sé si forme parte del pacto de los autores no revelar qué hizo cada uno, porque quizás algunas partes hayan sido producidas al más puro estilo del diálogo socrático; quizás a alguien le tocó ensamblar y pulir los bordes, a otro eliminar repeticiones, o a todos, todo. Nunca lo sabremos.
Finalmente, el color. No deja de extrañarme el cambio de verde. La portada no puede ser más elocuente: parece un libro comprado en una academia militar, porque hasta incluye el camuflaje, eso sí, con una filigrana, al parecer, del escudo nacional. Pero el resto, la contraportada, la primera y segunda de forros, la solapas y el lomo son verdes también, pero no olivo. ¿Quisieron darnos un mensaje con este viraje? ¿Se trata de un llamado a la esperanza en una posible y necesaria desmilitarización? Quiero apostar por ello, haciendo uso de mi libertad de lector; pero sí acerté, debo decir que el color evoca más a la bata de un enfermo del IMSS o del ISSSTE, que la esperanza democrática.
Hechos y Derechos, vol. 16, núm. 87, mayo-junio de 2025, es una publicación bimestral editada por la Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad Universitaria, Delegación Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México, por medio del Instituto de Investigaciones Jurídicas, Circuito Mario de la Cueva s/n, Ciudad Universitaria, C.P. 04510, Ciudad de México, Tel. (52) 55 56 22 74 74, http://revistas.juridicas.unam.mx/index.php/hechos-y-derechos. Editor responsable Imer Benjamín Flores Mendoza. Reserva de Derechos al Uso Exclusivo núm. 04-2014-052217121400-203, otorgado por el Instituto Nacional del Derecho de Autor, ISSN (versión electrónica): 2448-4725. Responsable de la última actualización de este número: Coordinación de Revistas del Instituto de Investigaciones Jurídicas, Ricardo Hernández Montes de Oca, Circuito Mario de la Cueva s/n, Ciudad Universitaria, C. P. 04510, Ciudad de México, fecha de la última modificación: junio de 2025.
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