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Introducción
El pasado 30 de septiembre se publicó en el Diario Oficial de la Federación, el decreto por el que se reforman, adicionan y derogan diversas disposiciones del artículo 2o. de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos (CPEUM). Se trata de la tercera reforma constitucional en materia de pueblos y comunidades indígenas, después de las implementadas en 1994 y 2001, a las que debemos añadir la de 2019, concerniente a los pueblos afromexicanos. Una de las incorporaciones más relevantes de la reciente reforma es la del reconocimiento constitucional de la categoría de jurisdicción indígena como derecho específico de las comunidades indígenas en materia de impartición de justicia. Este reconocimiento sucede gracias a la adición de un segundo párrafo a la fracción II, apartado A, del artículo 2o. constitucional. El texto añadido establece lo siguiente: “La jurisdicción indígena se ejercerá por las autoridades comunitarias de acuerdo con los sistemas normativos de los pueblos y comunidades indígenas, dentro del marco del orden jurídico vigente, en los términos de esta Constitución y leyes aplicables”.
El objetivo del presente ensayo es hacer una valoración crítica de esta reforma a la luz de una perspectiva histórica, analítica y comparada. Se parte de la tesis de que el reconocimiento y ejercicio de la jurisdicción indígena en México ha sido un proceso histórico marcado por avances y retrocesos. Como veremos, desde los Acuerdos de San Andrés hasta las recientes modificaciones constitucionales, los pueblos indígenas han luchado de manera persistente por el reconocimiento de sus sistemas normativos y la autonomía para resolver sus conflictos internos. Esta lucha se ha dado en el marco de un reconocimiento constitucional que en su mayor parte ha resultado insuficiente, quedando como tarea pendiente un reconocimiento de la jurisdicción indígena que englobe una reforma integral al sistema de justicia en México.
La jurisdicción indígena en el derecho internacional de los derechos humanos y el derecho comparado de América Latina
El concepto de jurisdicción indígena hace referencia a la facultad de los pueblos y comunidades indígenas para aplicar sus propios sistemas jurídicos —conformados por normas, instituciones y procedimientos propios— en la regulación y solución de conflictos internos (Cepiadet, 2014, p. 20). Este derecho, reconocido internacionalmente por instrumentos como el Convenio 169 de la OIT (1989) y la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas (2006), se basa en el principio de autonomía indígena y en el reconocimiento del pluralismo jurídico en un mismo espacio. Y si bien estos instrumentos reconocen el derecho a “reprimir delitos” y “determinar responsabilidades” hacia el interior de las comunidades indígenas, es la Declaración Americana sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas (2016) la que explícitamente utiliza el término jurisdicción indígena como categoría jurídica, impulsando de este modo el sentido de una justicia autónoma y propia de los pueblos indígenas del continente.
No obstante lo anterior, podemos decir que el concepto de jurisdicción indígena ha experimentado un notable desarrollo en el derecho comparado latinoamericano, especialmente en Colombia, Ecuador y Bolivia. En estos países, la jurisdicción indígena ha sido elevada a categoría constitucional a través reformas integrales que inciden tanto en su dimensión sustantiva como orgánica y procedimental, transformando con ello la relación entre los Estados y los pueblos indígenas en materia de justicia (Figueroa, 2015). Colombia fue pionera en reconocer dicha jurisdicción en su Constitución de 1991 y en su posterior práctica jurisprudencial, seguida por Ecuador y Bolivia en sus respectivas constituciones del siglo XXI.
Estos avances normativos, enmarcados en lo que se ha denominado “nuevo constitucionalismo latinoamericano” (Yrigoyen, 2011; Gargarella, 2013; Santos, 2010), han reconfigurado la facultad de impartir justicia, tradicionalmente monopolizada por el Estado a través del poder judicial. El principio de igualdad jerárquica entre la jurisdicción ordinaria y la indígena, como se establece en el artículo 179 de la Constitución Boliviana, constituye un ejemplo claro de esta importante transformación a nivel en América Latina (Figueroa, 2015, p. 35).
Sin duda, la experiencia latinoamericana en el reconocimiento y desarrollo de la jurisdicción indígena se ha convertido en un referente a nivel regional e internacional; muestra de ello, son algunos criterios de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y de nuestra Suprema Corte de Justicia de la Nación, que se apoyan de aquella experiencia. El nuevo constitucionalismo latinoamericano ha demostrado que es posible avanzar hacia reformas integrales que impulsen modelos de justicia más completos, donde los sistemas jurídicos indígenas coexistan con el sistema estatal. Sin embargo, como ha señalado Boaventura de Sousa Santos (2010, p. 85 y sigs.), la implementación de estos cambios de paradigma ha enfrentado desafíos complejos que se deben resolver. A pesar de ello, los países antes mencionados han sentado las bases para la construcción de un constitucionalismo pluralista más acorde con nuestra realidad latinoamericana, no sólo en el ámbito de los derechos humanos en general, sino también en el reconocimiento específico de los derechos de autonomía de pueblos y comunidades indígenas (Figueroa, 2015).
La jurisdicción indígena y los Acuerdos de San Andrés
En México, el tema de la jurisdicción indígena como principio fundamental del sistema jurídico mexicano tiene su antecedente más remoto en los años 30, cuando el indigenismo comunista comenzó a cuestionar la política del gobierno revolucionario, demandando mayor autonomía (Sánchez, 1999). Sin embargo, el proyecto nacionalista integracionista, que buscaba asimilar a los pueblos indígenas a la cultura dominante, prevaleció durante décadas, gracias a gobiernos como los de Miguel Alemán Valdés, Adolfo Ruiz Cortines y Adolfo López Mateos (Sánchez, 1999).
No fue sino hasta la década de 1990 cuando el reclamo por el reconocimiento de la justicia indígena volvió a cobrar protagonismo en la historia política de nuestro país. En 1994, el EZLN se levantó en armas e irrumpió con fuerza en el panorama político mexicano (Inclán, 2021). Los hechos son conocidos por varios de nosotros: las armas se deponen poco tiempo después y gracias a ello se inicia un proceso de diálogo que, para lo que nos interesa, culmina con los llamados Acuerdos de San Andrés —Sacamch’em de los Pobres— en 1996.
Es importante destacar que estos acuerdos son de suma importancia para nuestro tema, ya que representan los primeros documentos oficiales sobre derechos indígenas en México, impulsados por un movimiento indígena desde abajo y no elaborados desde la comodidad de un escritorio gubernamental (Torre, 2006). De hecho, como menciona Francisco López Bárcena, los Acuerdos de San Andrés fueron considerados por el movimiento tanto por las organizaciones como por las comunidades indígenas como su propia Constitución Política (López Bárcena, 2016).
En el marco de su aprobación, el gobierno federal, bajo la administración presidencial de Ernesto Zedillo Ponce de León, se comprometía a elaborar una reforma constitucional que redefiniera las bases del pacto federal, tomando en cuenta los derechos colectivos de los pueblos y las comunidades indígenas. Uno de los compromisos asumidos fue —precisamente— el reconocimiento de la jurisdicción indígena, como garantía de acceso pleno a la justicia. En el punto III.2 de las “Propuestas conjuntas” que presentaron tanto el gobierno federal como el EZLN, se menciona lo siguiente:
El estado debe garantizar el acceso pleno de los pueblos a la jurisdicción del Estado mexicano, con reconocimiento y respeto a sus propios sistemas normativos internos, garantizando el pleno respeto de los derechos humanos. Promoverá que el Derecho Positivo Mexicano reconozca las autoridades, normas y procedimientos de resolución de conflictos internos, entendiéndose por esto los conflictos de convivencia interna de los pueblos y comunidades, para aplicar justicia sobre la base de sus sistemas normativos internos y, que mediante procedimientos simples, sus juicios y decisiones sean convalidados por las autoridades jurisdiccionales del Estado.
El reconocimiento de espacios jurisdiccionales a las autoridades designadas en el seno de las comunidades, pueblos indígenas y municipios, a partir de una redistribución de competencias del fuero estatal, para que dichas autoridades estén en aptitud de dirimir las controversias internas de convivencia, cuyo conocimiento y resolución impliquen una mejor procuración e impartición de justicia (Gobierno del Estado de Chiapas, 2003, pp. 57 y 58).
No cabe duda de que los Acuerdos de San Andrés incorporaban un paradigma radical en el sistema jurídico mexicano, al reconocer la existencia y legitimidad de los sistemas jurídicos indígenas. Esta propuesta, que con toda razón desafiaba el modelo monocultural dominante, abría la puerta a un pluralismo jurídico que históricamente había sido negado. Sin embargo, como sabemos, la divergencia entre los acuerdos pactados y la propuesta de reforma constitucional, presentada por el gobierno federal al año siguiente, generó una profunda crisis en el proceso de diálogo que condujo a la ruptura de las negociaciones por parte del EZLN (Torre, 2006, p. 548). Habría que esperar un par de años más para que se diera un primer paso en el reconocimiento constitucional de la jurisdicción indígena.
La reforma constitucional de 2001
La llegada del PAN al poder en 2000, encabezada por Vicente Fox Quesada, prometía una nueva era en las relaciones entre el Estado mexicano y los pueblos indígenas. La célebre frase de Fox sobre “solucionar el problema de Chiapas en 15 minutos” reflejaba una visión optimista, pero poco realista, de la complejidad de esta problemática (Hernández, Paz y Sierra, 2004). Es así que, a principios de diciembre de aquel año, el nuevo presidente de la República somete al poder constituyente permanente una iniciativa de reforma derivada de los Acuerdos de San Andrés, misma que es aprobada en agosto de 2001, con algunas modificaciones.
Esta reforma constitucional tenía como objetivo ampliar el reconocimiento de los derechos de los pueblos y comunidades indígenas en México. Para ello, se modificaron diversas disposiciones de la Constitución, incluyendo el artículo 2o.; el 4o, derogando el primer párrafo sobre la composición pluricultural; el 18, adicionando un párrafo sobre la purgación de penas cerca de la comunidad; el 27, reforzando la protección de tierras indígenas, y el artículo 115, promoviendo la coordinación entre comunidades indígenas y otras comunidades y municipios.
No obstante lo anterior, aunque esta reforma significó un avance en el reconocimiento de los derechos de pueblos y comunidades indígenas, no logró cumplir con las expectativas generadas. A pesar de las modificaciones introducidas, como ha señalado Francisco López Bárcenas (2010, p. 79), la reforma constitucional de 2001 no resolvió de manera integral las demandas de los pueblos indígenas, dejando temas pendientes en materia de autonomía, justicia indígena y reconocimiento de sus derechos territoriales.
En lo relativo al tema que nos interesa, el derecho de pueblos y comunidades indígenas a hacer uso de sus propios mecanismos de justicia quedó contemplado en el artículo 2o., apartado A, fracción II. La redacción de esta porción normativa, hasta hace poco vigente, era la siguiente:
A. Esta Constitución reconoce y garantiza el derecho de los pueblos y las comunidades indígenas a la libre determinación y, en consecuencia, a la autonomía para:
[…]
II. Aplicar sus propios sistemas normativos en la regulación y solución de sus conflictos internos, sujetándose a los principios generales de esta Constitución, respetando las garantías individuales, los derechos humanos y, de manera relevante, la dignidad e integridad de las mujeres. La ley establecerá los casos y procedimientos de validación por los jueces o tribunales correspondientes.
En primer lugar, y como se observa, la reforma constitucional 2001 incorporó modificaciones significativas al reconocimiento de la jurisdicción indígena que se había establecido en los Acuerdos de San Andrés. En particular, el artículo constitucional reformado condicionaba el ejercicio de los sistemas normativos indígenas al respeto de “las garantías individuales, los derechos humanos y, de manera relevante, la dignidad e integridad de las mujeres”, lo cual representó una restricción mayor en comparación con las “Propuestas conjuntas” de los Acuerdos, que solo exigían el “pleno respeto de los derechos humanos”. El cambio, sobre todo, refleja una visión más restrictiva de la autonomía indígena, subordinando prima facie los derechos colectivos a los individuales de manera más explícita, alineándose más con un modelo multiculturalista de base liberal que con el enfoque del pluralismo jurídico.(1)
Por otro lado, la reforma de 2001, al establecer que la ley determinaría los “casos y procedimientos de validación” de las decisiones de las autoridades indígenas, introdujo un elemento de discrecionalidad que debilitó el reconocimiento constitucional de la jurisdicción indígena. En la práctica, esta delegación legislativa generó una laguna normativa que dificultó la implementación efectiva de los sistemas normativos indígenas, y dejó a los pueblos indígenas en una situación de incertidumbre jurídica.(2) Sobre este tema volveremos más adelante, cuando hagamos una valoración crítica de la reciente reforma de 2024, a la luz del desarrollo de un nuevo modelo de relación entre la justicia indígena y la justicia estatal.
En tercer lugar, y más relevante aún para nuestro tema, la reforma constitucional de 2001 omitió un aspecto fundamental de los Acuerdos de San Andrés: el reconocimiento de “espacios jurisdiccionales” para las autoridades indígenas. Los Acuerdos proponían una redistribución de competencias del Estado a favor de las comunidades indígenas, con el fin de garantizar la efectiva aplicación de sus sistemas normativos. Esto quiere decir que, además de reconocer formalmente la justicia indígena, se requería una reforma orgánica complementaria. La razón de esto se debe a que de nada sirve reconocer la facultad de impartir justicia a pueblos y comunidades indígenas si el Estado no reestructura la distribución de competencias para dejar de privilegiar su propio sistema judicial. En este sentido, la reforma constitucional de 2001 perpetuaba una visión monocultural de justicia, limitando con ello el alcance real de la jurisdicción indígena.
En conclusión, se puede decir que la reforma constitucional de 2001, si bien representó un avance en el reconocimiento formal de los derechos de los pueblos indígenas, quedó marcada por una serie de limitaciones que obstaculizaron su plena implementación. La subordinación de los sistemas normativos indígenas a los estándares estatales, la discrecionalidad otorgada al legislador para establecer los mecanismos de validación y la omisión de una redistribución de competencias judiciales, evidenciaron una visión estatal que, a pesar de los cambios discursivos, siguió privilegiando un modelo monocultural de justicia. Este escenario generó una situación de incertidumbre jurídica y limitó la autonomía de los pueblos indígenas para ejercer su derecho de impartir justicia propia, perpetuando así las asimetrías de poder y las desigualdades históricas.
La reforma constitucional de 2024
El 15 de febrero de 2021, el entonces presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, presentó ante el Constituyente Permanente un paquete de 21 reformas, entre las que se incluía un cambio al régimen constitucional respecto de los derechos de pueblos y comunidades indígenas. La historia de este proyecto es compleja, pero puede resumirse como se detalla a continuación. En 2019 el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI) inició un proceso de consulta nacional, a través de 53 mesas de foros regionales, 3 mesas de trabajo en 27 entidades federativas, y un foro con personas migrantes en los Estados Unidos. El resultado de esta consulta nacional fue una sistematización a través de 16 ejes temáticos, entre los que se incluían, para lo que nos interesa, el número 7, relativo a la jurisdicción indígena y su relación con la jurisdicción del Estado, tema sobre el que volveremos más adelante. Así pues, y posterior a esta sistematización, comenzaron los trabajos para elaborar una propuesta de iniciativa de reforma constitucional, a cargo de un comité técnico de expertos en colaboración con diferentes colectivos, organizaciones y comunidades indígenas.
La propuesta original implicaba la modificación, adición o derogación parcial los siguientes 15 artículos de la Constitución: 1o., 2o., 21, 26, 27, 35, 41, 50, 73, 89, 94, 99, 102, 115 y 116. Como se puede observar, el proyecto inicial tenía la pretensión de ser una reforma integral que incluyera, no sólo del artículo 2o., sino a otras disposiciones de disposiciones constitucionales, esto con la finalidad de ampliar o fortalecer el reconocimiento de los derechos de pueblos y comunidades indígenas en todo el sistema político y normativo mexicano, retomando con ello el espíritu de los Acuerdos de San Andrés, cuyo cumplimiento se viene postergando, como se ha visto, desde hace más de dos décadas.
Sin embargo, la iniciativa presentada en 2021 distaba mucho de aquel proyecto inicial. Resultó ser más restringido, ya que sólo contemplaba la modificación al artículo 2o. constitucional. Muchas organizaciones y colectivos indígenas señalaron que no habían sido tomados en cuenta en este proceso de modificación. El proyecto permaneció en sede legislativa durante un par de años hasta que, finalmente, fue aprobado por el constituyente permanente en el mes de septiembre de 2024.
Antes de hacer un análisis de la reforma al artículo 2o. de la Constitución en lo que toca a la jurisdicción indígena, tal y como quedó redactado, conviene señalar que, el eje número 7 de la sistematización, elaborada durante el proceso de consulta nacional, contemplaba los siguientes aspectos, según lo informado por el INPI (2021):
Sistemas normativos indígenas, coordinación con el sistema jurídicos mexicano y acceso efectivo a la jurisdicción del Estado
• Se consolida el derecho a aplicar y desarrollar sus sistemas normativos para la regulación de sus formas de gobierno, organización, propiedad, impartición de justicia y solución de conflictos, entre otros. Asimismo, se desarrollan principios para el ejercicio de la jurisdicción indígena, las reglas de coordinación con el sistema jurídico mexicano y medios de impugnación en el marco del pluralismo jurídico.
• Se garantiza acceder plenamente a la jurisdicción del Estado. Que sean tomadas en cuenta no sólo sus especificidades culturales sino también sus sistemas normativos. Ser asistidos por intérpretes, traductores, defensores y peritos, con conocimiento sobre derechos indígenas, perspectiva de género y diversidad cultural y lingüística.
• El derecho a procedimientos idóneos, justos, equitativos y accesibles.
• La obligación de todas las autoridades en especial del Ministerio Público, las policías y el Poder Judicial tanto de la Federación como en la Entidades Federativas de actuar y funcionar conforme a los principios de pluriculturalidad, interculturalidad y pluralismo jurídico (Art. 21, 94 y 116, fracción IX, párrafo primero).
• El Poder Judicial de la Federación y el de las Entidades Federativas, deberán establecer mecanismos de coordinación con la jurisdicción indígena para el respeto y ejercicio de la jurisdicción indígena (Art. 94 párrafo séptimo y 116, fracción III, párrafo primero). (Art. 2o., apartado A, fracción II, párrafo primero, segundo, apartado A, fracción II y XI).
Para los efectos de este ensayo, sólo nos interesa rescatar los puntos 1o., 4o. y 5o. del texto anterior. Como se puede apreciar, en estos puntos específicos había una intención general de modificar a todo el sistema de justicia en México, desde el fortalecimiento del derecho de pueblos y comunidades indígenas de impartir su propia justicia, hasta la reconfiguración de las instancias estatales de procuración y administración de justicia. En definitiva, no sólo se trataba de una reforma a favor del reconocimiento de la jurisdicción indígena, sino que, derivada de ella, proyectaba el alcance de una reforma a todo el sistema de justicia en México desde un enfoque pluralista e intercultural. Esto, desde luego, estaba en sintonía con el ideario de los Acuerdos de San Andrés que, como vimos, buscaba una reforma integral en esta materia.
No obstante, como lo hemos narrado antes, el resultado final del proyecto presentado ante el constituyente permanente abarcó un espectro menor de autonomía. Esto puede apreciar a través de una simple lectura del artículo 2o., apartado A, fracción II, vigente:
A. Esta Constitución reconoce y garantiza el derecho de los pueblos y las comunidades indígenas a la libre determinación y, en consecuencia, a la autonomía para:
[…]
II. Aplicar y desarrollar sus propios sistemas normativos en la regulación y solución de sus conflictos internos, sujetándose a los principios generales de esta Constitución, respetando las garantías individuales, los derechos humanos y, de manera relevante, la dignidad e integridad de las mujeres. La ley establecerá los casos y procedimientos de validación por los jueces o tribunales correspondientes.
La jurisdicción indígena se ejercerá por las autoridades comunitarias de acuerdo con los sistemas normativos de los pueblos y comunidades indígenas, dentro del marco del orden jurídico vigente, en los términos de esta Constitución y leyes aplicables.
En primera instancia, notamos que la actual redacción del primer párrafo de la fracción II es similar a la anterior reforma de 2001, por lo que reproduce las mismas limitaciones que ya hemos señalado en el apartado anterior. No obstante, me parece que podemos profundizar un poco más en nuestro análisis, tomando en cuenta los avances teóricos y prácticos que se han desarrollado sobre la materia en los últimos veinte años. En este sentido, lo primero que salta a la vista es el hecho de que se haya conservado el concepto de “garantías individuales”, como una condición de respeto en el ejercicio de la justicia indígena. Esto es así, ya que, con la reforma constitucional de 2011 en materia de derechos humanos, este concepto quedó un tanto superado por el de derechos humanos (Carbonell y Salazar, 2011).
En el mismo sentido, destaca el hecho de que la misma redacción prosigue bajo la visión multiculturalista que hemos señalado páginas más arriba, supeditando prima facie el derecho colectivo de justicia indígena al respeto preponderante de los derechos clásicos de la tradición liberal. Cabe aclarar que, con esto, no quiero dar a entender una noción de jurisdicción indígena ilimitada, sino más bien que la condicionante referida de algún modo debilita el enfoque de pluralismo jurídico que quiso introducir la reforma, el cual presupone la coexistencia de diversos sistemas jurídicos en un mismo espacio en igualdad de jerarquía (Garzón, 2014). Quizá en el 2001 este enfoque era más aceptado, pero hoy ya no puede decirse lo mismo, sobre todo si tomamos en cuenta el desarrollo del pluralismo jurídico indígena, el constitucionalismo latinoamericano que hemos mencionado antes y los estudios sobre la interculturalidad, que en muchos sentidos constituyen una respuesta a aquel multiculturalismo impulsado desde los años 70 por la academia anglosajona (Dietz, 2016; Walsh, 2016; Wolkmer, 2017). En este sentido, una solución más acorde con un enfoque pluralista e intercultural hubiera sido introducir una cláusula que ordenara la armonización entre la maximización de la justicia indígena autónoma y el respeto de los derechos humanos, sin supeditar prima facie la primera a los segundos.
Lo anterior desde luego se relaciona con lo contenido en la parte final del mismo párrafo, el cual refiere que la “ley establecerá los casos y procedimientos de validación por los jueces o tribunales correspondientes”. Aunque esta idea también se hallaba presente en las “propuestas conjuntas” de los Acuerdos de San Andrés, lo cierto es que, en los últimos años, tanto en la teoría como en la práctica jurisprudencial, se ha venido desarrollando un modelo distinto de interacción entre la jurisdicción indígena y la jurisdicción del Estado, no tanto de convalidación como de coordinación, cooperación y colaboración.
La importancia de adoptar uno u otro modelo radica en el tipo de relación entre ambas justicias: la convalidación supone una estrategia de subordinación, en tanto que el ejercicio de la jurisdicción indígena ha de someterse a revisión o validación por parte de una institución del Estado (Escalante, 2004; Sierra, 2005). La relación de coordinación, cooperación y colaboración, en cambio, se inscribe en un modelo que fomenta la horizontalidad entre las dos justicias, lo que resulta más acorde con el enfoque del pluralismo jurídico y la perspectiva intercultural (Rueda, 2008; Roa, 2014; Díaz y Antúnez, 2016).
Un ejemplo de este segundo modelo de relación entre justicias es el que reconoce la Constitución de Colombia en su artículo 246, que cito a continuación para que el lector realice su propio ejercicio de comparación:
Artículo 246. Las autoridades de los pueblos indígenas podrán ejercer funciones jurisdiccionales dentro de su ámbito territorial, de conformidad con sus propias normas y procedimientos, siempre que no sean contrarios a la Constitución y leyes de la República. La ley establecerá las formas de coordinación de esta jurisdicción especial con el sistema judicial nacional. (énfasis añadido)
Cabe destacar que este modelo de coordinación, cooperación y colaboración entre justicias constituía una de las propuestas más relevantes de la sistematización derivada de la consulta nacional, pues recordemos que, los puntos primero y quinto del eje 7, hacían referencia a principios y mecanismos de coordinación que debían ser promovidos y respetados por las autoridades del sistema de justicia estatal (véase más arriba). El hecho de que esta propuesta no superara el cernidor del constituyente permanente representó un debilitamiento a la propia reforma, pues como hemos dicho antes, de nada sirve el reconocimiento de la justicia indígena si no viene acompañado por la reconfiguración profunda en el funcionamiento del sistema de justicia nacional.
Con lo dicho, me parece, la fuerza jurídica de la citada adición se debilita significativamente. En este sentido, la más reciente reforma al artículo 2o. constitucional en materia de jurisdicción indígena, si bien representa un avance en el reconocimiento de los derechos de los pueblos y comunidades indígenas, adolece de una visión más integral y transformadora del sistema de justicia mexicano. La persistencia de un enfoque subordinante de la justicia indígena respecto a la estatal, similar a la reforma de 2001, así como la ausencia de mecanismos claros de coordinación y cooperación entre ambas, limita el potencial de esta reforma para generar un verdadero pluralismo jurídico. Así, la reforma constitucional parece más un reconocimiento formal a un derecho preexistente que una transformación profunda del orden jurídico mexicano. Habrá que esperar, una vez más, la labor de las futuras legislaturas y de las propias comunidades indígenas el impulsar una agenda que permita superar las limitaciones de esta reforma y construir un sistema de justicia más pluralista e intercultural.
Balance: la otra reforma judicial
Existe cierto simbolismo en el hecho de que la reforma en materia indígena y la llamada reforma judicial hayan sido aprobadas en paralelo. La primera implicó una modificación a la parte dogmática de la Constitución, en tanto que la segunda impactó en la parte orgánica. Se trata de dos reformas que tienen la misma filiación, pero ambas siguieron caminos diferentes, como los hermanos que fueron separados al momento de nacer. Sin duda, su aprobación simultánea representó una oportunidad única para transformar radicalmente nuestro sistema de justicia, adoptando un enfoque pluralista e intercultural, más acorde con la experiencia del constitucionalismo latinoamericano de países como Colombia, Ecuador o Bolivia que hemos analizado antes.
Ciertamente podemos decir que la reforma indígena de 2024, comprendida en todas sus aristas y a pesar de sus limitaciones, representa un paso importante en el largo camino hacia el reconocimiento de los derechos de pueblos y comunidades indígenas. Sin embargo, la deuda histórica con estos pueblos sigue siendo significativa. Dicha reforma no apostó por un proyecto de mayor alcance que transversalizara la justicia indígena en toda la estructura global de la Constitución, tanto en su parte dogmática como orgánica, de tal modo que se operara una reconfiguración de todo el sistema de justicia, abandonando de una vez por todas el diseño monocultural que todavía persiste en nuestro país. Este era el objetivo del proyecto original de la consulta nacional de 2019, que en muchos sentidos recuperaba el reclamo de justicia de los Acuerdos de San Andrés. En resumen, la falta de una reforma integral a favor de una mayor autonomía de la justicia indígena refleja una oportunidad perdida para transformar radicalmente nuestro sistema de justicia en México y construir un Estado verdaderamente plurinacional. A esta falta es lo que yo llamo como la “otra reforma judicial”, una tarea que aún sigue pendiente.
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Notas al final:
(1) Recuérdese que el modelo multiculturalista de base liberal se basa en reconocer el ejercicio de derechos colectivos —derechos de protección externa— bajo la condición de no violar los derechos individuales clásicos de la tradición liberal. Al respecto, véase Kimlicka (2017) y Morales (2020).
(2) A excepción de algunos Estados, como Oaxaca, por ejemplo, donde se creó una Sala Indígena facultada para con validar las resoluciones de la jurisdicción indígena. Sobre la naturaleza jurídica de esta Sala, véase Cordero (2021).
Hechos y Derechos, vol. 16, núm. 87, mayo-junio de 2025, es una publicación bimestral editada por la Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad Universitaria, Delegación Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México, por medio del Instituto de Investigaciones Jurídicas, Circuito Mario de la Cueva s/n, Ciudad Universitaria, C.P. 04510, Ciudad de México, Tel. (52) 55 56 22 74 74, http://revistas.juridicas.unam.mx/index.php/hechos-y-derechos. Editor responsable Imer Benjamín Flores Mendoza. Reserva de Derechos al Uso Exclusivo núm. 04-2014-052217121400-203, otorgado por el Instituto Nacional del Derecho de Autor, ISSN (versión electrónica): 2448-4725. Responsable de la última actualización de este número: Coordinación de Revistas del Instituto de Investigaciones Jurídicas, Ricardo Hernández Montes de Oca, Circuito Mario de la Cueva s/n, Ciudad Universitaria, C. P. 04510, Ciudad de México, fecha de la última modificación: junio de 2025.
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