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Estudia en jurídicas
En la conferencia matutina del 30 de agosto de 2024, el entonces presidente Andrés Manuel López Obrador presentó una propuesta de ruptura con siglos de tradición jurídica: los jueces, magistrados y ministros serían electos por voto popular. A esta propuesta —que llamaremos simplemente “las elecciones mexicanas”— le siguieron meses de intensos debates, descalificaciones, memes, editoriales, foros, cónclaves e incluso un carnaval de togas. Sobraron descalificativos: imposibilidad, sueños, financieramente inviable, un salto al abismo antidemocrático.
A pesar de las críticas, aquí estamos: las elecciones mexicanas ya son una realidad. Y con ellas, emerge un nuevo diseño institucional que, aunque comparte ciertos rasgos con experiencias de países como Bolivia, Estados Unidos, Japón, Suiza o incluso algunos pueblos indígenas tiene un indiscutible sello y sabor mexicano (véase Moreno Cruz, R., “Lecciones ignoradas. Lo que México puede aprender de Japón, Suiza, y pueblos indígenas y afro para la reforma judicial”, Hechos y Derechos, núm. 82).
Este cambio busca dotar de legitimidad democrática a la función jurisdiccional, y necesariamente empuja a reflexionar sobre el eterno dilema constitucional: ¿quién debe tener la última palabra cuando hay un conflicto sobre derechos fundamentales? (una actualización del tema puede verse en el debate Gargarella vs. Waldron, “Debates actuales sobre control de constitucionalidad y democracia: una conversación entre los profesores Jeremy Waldron y Roberto Gargarella”). Para entender este dilema, pensemos en un ejemplo concreto: supongamos el caso de la aprobación de una ley cuyo objetivo es reducir la inversión en educación pública para destinar más recursos a seguridad. ¿Quién debe decidir si esa ley es constitucional? ¿El Congreso, que representa la voluntad popular, o un juez, que interpreta los principios constitucionales?
Esta tensión divide a los constitucionalistas entre defensores del judicialismo —privilegian la independencia judicial— y defensores del constitucionalismo popular —exigen control democrático sobre las decisiones judiciales—. La llamada “objeción contramayoritaria” reclama a la élite judicial su facultad de invalidar decisiones tomadas por mayorías democráticas. Las “elecciones mexicanas” parecen superar esa objeción. Pero, en el fondo, la tensión entre poderes no desaparecerá: se reajustará. Veámoslo.
De vuelta a la objeción contramayoritaria
Si el Congreso aprueba una ley que obliga al Estado a comprar exclusivamente medicinas de fabricantes nacionales, aunque sean más caras. ¿Qué sucede si alguien alega que esa ley viola su derecho a la salud? ¿Quién debe decidir cuál derecho prevalece: el interés económico nacional o el acceso a medicamentos más baratos? Esa decisión última: ¿la toma el juez o el legislador?
Definir el contenido de los derechos es una cuestión polémica que ha dividido a los partidarios del constitucionalismo. La solución más extendida ha sido confiar en los jueces para tener la última palabra. La idea de asignarles el papel de guardianes de los derechos parece, intuitivamente, correcta. Sin embargo, existen razones poderosas para dudar de ello.
La llamada objeción contramayoritaria ha expuesto dos principales razones. La primera es sobre la aplicación de la regla de la mayoría y la segunda sobre la aparente ausencia de la discusión de lo político en el tema de los derechos.
Sobre el primer punto explican los detractores que —en última instancia— los jueces resuelven los casos mediante votación: gana la mayoría dentro de los tribunales colegiados. Aquí surge una paradoja: criticamos la regla de mayoría en la política por considerarla vacía o inestable, pero la aceptamos sin reservas en la justicia. Es como negarnos a recorrer un camino, solo para descubrir que, inevitablemente, era el único posible.
Y continúan los detractores explicando el problema: como ciudadano, no estoy sujeto a la voluntad de la mayoría social, sino al criterio de una pequeña mayoría formada por unos cuantos jueces. Esta minoría, —concluyen— que actúa como mayoría dentro de los tribunales, puede estar influida por ideologías, intereses particulares o interpretaciones subjetivas.
Sobre el segundo punto, pensadores como Hutchinson han desarrollado una crítica especialmente aguda a la objeción contramayoritaria. Para él, el judicialismo comete un error de origen: pretende proteger los derechos fundamentales retirándolos de la arena política, como si su defensa dependiera de alejarlos del debate democrático. Sin embargo, señala Hutchinson, este enfoque es erróneo y produce dos consecuencias graves. La primera, debilitar la vida democrática al excluir cuestiones esenciales de la deliberación pública; y la segunda, fallar en la protección misma de los derechos, pues —como sostiene— “los valores como la justicia y la igualdad son productos políticos, no sus antecedentes”. En una afirmación provocadora, Hutchinson advierte lo siguiente: “la democracia no garantiza el esclarecimiento cívico, pero si la moralidad comunal ha de volverse más informada y desarrollada, esto se logrará a través de más, no de menos democracia” (Hutchinson, Allan C., Waiting for Coraf: A Critique of Law and Rights, Toronto, University of Toronto Press, 1995). Volveremos sobre este punto.
Los jueces “aprendemos rápido”
En una plática reciente con una amiga candidata, le comenté que esta nueva etapa electoral obligaría a los futuros jueces, magistrados y ministros a desarrollar habilidades que, hasta ahora, no les habían sido necesarias. Ella, con entusiasmo y claridad, respondió: “Sí, y aprendemos rápido”. Muy cierto. En estos meses, hemos visto cómo las personas candidatas han comenzado a desplegar estrategias singulares de cabildeo, promoción del voto y contacto ciudadano, a pesar de haber llegado a las canchas electorales en clara desventaja, con los actores políticos profesionales. Una parte importante de quienes aspiran a integrar el Poder Judicial ha pasado su vida profesional entre expedientes, libros y análisis normativos, no en el terreno político, donde habilidades como la oratoria, la empatía pública y la construcción de consensos son esenciales.
Desde el inicio de las campañas el 30 de marzo de 2025, alrededor de 3,400 candidatos han desplegado diversas estrategias para conectar con la ciudadanía: han recorrido calles, organizado encuentros comunitarios, repartido propaganda en transporte público, abierto grupos en WhatsApp y utilizado intensamente redes sociales.
Su sólida formación académica y técnica les ha permitido adaptarse rápidamente a las nuevas exigencias. Como bien dijo mi amiga candidata: “Aprendemos rápido”. Esta frase, más que optimismo, refleja una realidad: quienes han demostrado excelencia en el rigor jurídico ahora comienzan a trasladar esa misma excelencia al espacio público. En poco tiempo, podrían sumar a su dominio del derecho, convertirse en figuras políticas con una preparación sustancialmente más sólida que la de muchos políticos tradicionales.
Desde luego, no faltan quienes auguran un desastre. Persisten preocupaciones sobre la participación de candidatos con antecedentes cuestionables —ya sea por corrupción o vínculos con el crimen organizado— y sobre la inevitable comunicación entre candidatos y partidos políticos. Además, se han observado estrategias inusuales, algunas francamente excéntricas: apodos llamativos, personajes ficticios, disfraces y campañas humorísticas han empezado a aparecer.
Como sea, la frase “aprendemos rápido” cobra un significado profundo. Los aspirantes al Poder Judicial están demostrando su capacidad de adaptación y su compromiso por acercar la justicia a la ciudadanía. Este proceso, aunque complejo, ofrece una oportunidad histórica para fortalecer la democracia y renovar la confianza en las instituciones judiciales del país.
Eso sí: no pensemos que los conflictos institucionales terminan aquí. Si bien los jueces obtendrán una nueva legitimidad social, una nueva confrontación se asoma en el horizonte.
El futuro de la tensión institucional entre poderes
La pregunta fundamental no será si habrá conflictos —eso es inevitable—, sino cómo se resolverán de manera democrática, transparente y legítima. Con jueces electos por el pueblo, la soberanía —por medio del voto— ya no se concentrará solo en los legisladores o en el ejecutivo. El Poder Judicial, ahora legitimado, podrá reclamar la última palabra constitucional (Roberto Gargarella, un crítico de la reforma judicial mexicana ha calificado este fenómeno como “Colgarse la medalla democrática ). Porque, en efecto, y tal como se comentó en líneas atrás al abordar el tema de la objeción contramayoritaria, toda autonomía de poderes plantea una pregunta esencial: ¿quién debe tener la última palabra cuando hay conflicto entre poderes? La respuesta general en cualquier sistema democrático es clara: el pueblo.
Si ahora el pueblo elige directamente a los integrantes del Poder Judicial, la consecuencia es que los jueces, magistrados y ministros elegidos democráticamente tendrán legitimidad suficiente para tomar decisiones finales, incluso por encima de otros poderes del Estado. Esto es, la objeción contramayoritaria parece llegar a su fin. Aunque tampoco está tan claro.
Las disputas entre poderes serán más visibles y, en ocasiones, más crudas. Pero, al contrario de lo que algunos alarmistas sostienen, esto no es un síntoma de colapso institucional, sino una manifestación saludable de la pluralidad democrática.
A manera de conclusión: ¿lo habrán previsto los legisladores?
El ejercicio de elección popular de jueces, magistrados y ministros en México no solo será un hito en la historia política reciente, sino también un experimento pedagógico de alto valor para el futuro de la teoría constitucional. Será, en efecto, una gran lección práctica: una prueba de fuego que pondrá a prueba nuestras nociones más arraigadas sobre legitimidad, división de poderes y soberanía.
Si los resultados son negativos —si se produce una captura partidista del Poder Judicial, o si la calidad de las resoluciones decae de manera evidente—, las voces que desde el inicio se opusieron a la reforma no tardarán en alzarse, celebrando su aparente vindicación con un estruendoso aplauso. Pero si el ejercicio resulta exitoso —si los nuevos jueces logran demostrar independencia, competencia y compromiso con la ciudadanía—, entonces los defensores de la elección judicial popular respirarán aliviados y tendrán motivos legítimos para congratularse.
Sin embargo, cualquiera de estos escenarios será apenas el prólogo. La verdadera historia comenzará en el momento en que el nuevo Poder Judicial deba resolver un asunto de alta trascendencia nacional que lo enfrente abiertamente con el Poder Ejecutivo o al Poder Legislativo. Allí, en ese instante crucial, se pondrá en juego la pregunta fundamental: ¿quién detenta la soberanía en una democracia constitucional donde todos los poderes, incluidos los jueces, han sido legitimados a través del voto? ¿Es esto la resolución de la objeción contramayoritaria o esta solo adquiere un nuevo rostro? ¿Los legisladores han previsto el poder político que han cedido?
Los nuevos jueces no vendrán solos. Vendrán con un capital político fresco. Con legitimidad y con respaldo social. Con el aprendizaje de campaña, de territorio, de medios. Serán operadores jurídicos... y también operadores electorales. Ya no será el Judicial ese árbitro frío y apartado. Será un jugador activo con redes, base social, y discursos legitimadores más poderosos que un escaño o una curul.
La elección popular del Poder Judicial no es, en última instancia, el fin de una etapa.
Es el inicio de una transformación profunda que redefinirá el equilibrio —o la disputa— entre los poderes públicos en México. La historia dirá si este experimento será recordado como una refundación exitosa del constitucionalismo democrático o como una crisis de su propia promesa.
Hechos y Derechos, vol. 16, núm. 87, mayo-junio de 2025, es una publicación bimestral editada por la Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad Universitaria, Delegación Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México, por medio del Instituto de Investigaciones Jurídicas, Circuito Mario de la Cueva s/n, Ciudad Universitaria, C.P. 04510, Ciudad de México, Tel. (52) 55 56 22 74 74, http://revistas.juridicas.unam.mx/index.php/hechos-y-derechos. Editor responsable Imer Benjamín Flores Mendoza. Reserva de Derechos al Uso Exclusivo núm. 04-2014-052217121400-203, otorgado por el Instituto Nacional del Derecho de Autor, ISSN (versión electrónica): 2448-4725. Responsable de la última actualización de este número: Coordinación de Revistas del Instituto de Investigaciones Jurídicas, Ricardo Hernández Montes de Oca, Circuito Mario de la Cueva s/n, Ciudad Universitaria, C. P. 04510, Ciudad de México, fecha de la última modificación: junio de 2025.
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